Jesús M. Pérez Triana[1]

El pasado miércoles día 6 de enero iba a tener lugar en Washington D.C. una sesión conjunta de la Cámara de Representantes y el Senado donde se haría un recuento oficial de los certificados remitidos por los estados con los votos electorales. El procedimiento se trataba en teoría de un mero trámite legal que proclamaría finalmente al candidato demócrata Joe Biden como ganador de las elecciones presidenciales del 3 de noviembre de 2020.

Las previsiones de la prensa eran que hubiera debate acalorado por las objeciones que presentarían unos cincuenta congresistas y doce senadores republicanos a los resultados electorales. Mientras tanto, cerca del Monumento a Washington arrancó una manifestación de partidarios del saliente presidente Donald Trump que se encaminó al Capitolio, sede del poder legislativo. Cuando la sesión llevaba una hora en marcha, los manifestantes rompieron el perímetro de seguridad y lograron irrumpir en el interior del Capitolio.

Una turba variopinta y estrafalaria con banderas de la campaña de Trump, gorras con las siglas de Make American Great Again, parafernalia militar, camisetas antisemitas, la bandera de guerra de la Confederación e incluso disfraces entró al edificio y llegó al hemiciclo del Senado donde estaba teniendo la sesión conjunta del Congreso. Los políticos presentes fueron evacuados entre escenas de confusión por el personal de seguridad pistola en mano. Durante el asalto una de las manifestantes fue abatida y murió. A pesar de ella, varios individuos desgajados de la turba llegaron a otras dependencias del edificio, como el despacho de la presidenta de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi.

Ridículo internacional.

El sentimiento generalizado entre periodistas, académicos y numerosas figuras públicas estadounidenses ha sido de bochorno e indignación. Con los incidentes del día 6, su país tenía así el dudoso honor de unirse a la lista de países que han visto en el último año su cámara legislativa asaltada por manifestantes y que incluye a Armenia, Guatemala, Kirguistán, Mali y Azerbaiyán.

Ver a Estados Unidos ser escenario de esta clase de incidentes ha generado desde comentarios jocosos en Hispanoamérica sobre la naturaleza de república bananera de un país donde sucede algo así a otros más sesudos que señalan su carácter profundamente simbólico como metáfora de la decadencia estadounidense. La presencia de manifestantes vestidos con pieles evocó a alguno la descripción que hizo Edward Gibbon en su monumental Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de la llegada de las tribus bárbaras, siguiendo la costumbre de comparar a Estados Unidos con Roma.

La ocasión fue aprovechada por gobiernos de dudosos credenciales democráticosPR, como los de Rusia, Venezuela o Turquía, para emitir comunicados mostrando su preocupación por los acontecimientos en Washington D.C. que imitaban los que normalmente publican las cancillerías de las democracias occidentales.

Una tormenta con meses de preparación.

La percepción entre los profesionales recogida por los medios de comunicación es que la policía del Capitolio no previó la posibilidad de disturbios violentos y hubo evidentes fallos de planificación. Sin embargo, el sentimiento generalizado en las redes sociales es que la jornada del día 6 de enero era potencialmente peligrosa en Washington D.C. La policía del distrito federal había incluso pedido el despliegue de reservistas de la Guardia Nacional. Circulaban en redes sociales recomendaciones de marcharse o evitar la ciudad aquel día mientras eran evidentes los preparativos en algunas redes sociales desde hacía semanas.

Se hace evidente que en Estados Unidos las fuerzas de orden público actúan con criterios muy diferentes cuando se manifiestan colectivos de la clase media mayoritariamente blanca y el resto. Ya vimos un precedente cuando defensores de la libertad de tenencia de armas irrumpieron armados en el Capitolio de Kentucky en enero de 2020.

Pero, sobre todo, podemos decir que los acontecimientos del día 6 de enero en Washington D.C. no sorprenden a nadie que haya estado observando la política estadounidense en el último año, donde se ha estado combinando una mezcla explosiva de extremada polarización política y proliferación de teorías de la conspiración.

La compleja salida del presidente Trump.

Mucho antes de las elecciones se acumularon las señales de alarma de que el presidente Donald Trump no estaba dispuesto a facilitar una transferencia de poder tranquila y sosegada en caso de perder las elecciones. Sus acusaciones de que se avecinaba una campaña de fraude electoral masivo mediante el voto por correo calentaron el ambiente. Precisamente, las condiciones impuestas por la pandemia del coronavirus y los consejos de emitir el voto por correo para evitar las colas de la jornada electoral llevaron a que en las elecciones del 3 de noviembre tuviera un peso mayor del habitual del voto por correo. Esto provocó que en la noche electoral no hubo resultados definitivos en muchos colegios electorales y abrió un periodo de incertidumbre y confusión en el que se manejan muy bien personajes como el presidente Donald Trump.

Las acusaciones de fraude electoral lanzadas por Donald Trump encontraron el ambiente propicio entre sus seguidores que llevan tiempo abrazando las teorías de la conspiración. La más popular de ella, QAnon, arrancó con las supuestas filtraciones anónimas en Internet de una persona con credenciales de seguridad de nivel Q del Departamento de Energía. Según esta teoría, Donald Trump no sería un presidente caprichoso con comportamientos erráticos, sino una persona profundamente inteligente luchando una pelea mortal contra los malvados poderes fácticos del país. Esos poderes fácticos estarían alineados con el Partido Demócrata, lleno de políticos pederastas cuya detención era inminente.

Las teorías conspirativas de QAnon tienen carácter casi de profecías apocalípticas. Las esperadas detenciones de los líderes demócratas nunca se produjeron, pero como toda profecía apocalíptica que no se cumple, en vez de quedar totalmente desacreditada, sus creyentes se lanzaron a toda clase de reelaboraciones y reinterpretaciones. Las teorías de QAnon fueron añadiendo nuevos temas, fenómenos y personajes. Así conectaron con las elecciones de 2020, recibiendo guiños de aprobación de miembros del Partido Republicano cercanos a Trump.

La última hornada de teorías de la conspiración culpa a la empresa Dominion Voting Systems de la desaparición de miles de votos a favor del candidato republicano Donald Trump. Sus partidarios señalan que en el plan demócrata para perpetrar un pucherazo electoral y convertir a Estados Unidos en una república bolivariana entró en juego software venezolano. El fraude electrónico habría sido monitorizado por una unidad militar de ciberguerra, cuya información es el as en la manga que se guarda Donald Trump. Y ya se habría producido un enfrentamiento armado entre agentes de la CIA y militares estadounidenses.

Más síntoma que problema.

El asalto al Capitolio en plena votación para validar el recuento de los votos electorales es el último de una larga cadena de acontecimientos que se llevan gestando en Estados Unidos desde hace meses. Ha sido necesario que se creara el clima adecuado de desconfianza hacia los medios de comunicación convencionales, aislamiento en burbujas informativas, polarización política y apoyo tácito desde el entorno del presidente Donald Trump para que una turba asaltara la sede del poder legislativo creyendo defender así la democracia.

A pesar de las declaraciones altisonantes sobre que lo sucedido en Washington D.C. fue un fallido intento de golpe de estado, es evidente que la turba que asaltó el Capitolio no pretendía tomar el poder, sino que se encontró una oportunidad y la aprovechó para realizar una acción mediáticamente llamativa. La gran paradoja es que meses atrás el presidente Trump había endurecido las penas para los delitos de asalto a edificios federales. Una medida tomada en el contexto de los disturbios en los que degeneraron protestas contra el racismo y la brutalidad policial podría servir ahora para castigar duramente a partidarios del propio presidente.

Ahora, el futuro presidente de los Estados Unidos se le presenta una larga serie de retos a los que hay que sumar el superar la grieta política que ha divido al país. El episodio, por esperpéntico y ajeno que nos parezca, sólo ha sido el resultado final de unas formas de hacer política y de entender la pugna ideológica que ha traspasado fronteras. Y con todas las diferencias políticas y culturales con Estados Unidos, la capacidad de mímesis de ciertas corrientes políticas y su pulsión por importar las estrategias y narrativas políticas de Estados Unidos nos tiene que servir de aviso a navegantes.

[1] Jesús M. Pérez Triana es autor de la obra “Guerras Posmodernas”. Sociólogo y analista de inteligencia.