Manuel Alejandro Rayran Cortés / @ManuelRayranC
A comienzos del siglo XX, un grupo de intelectuales europeos estaban convencidos de que las sociedades estaban construyendo un progreso moral y un mundo donde la barbarie no tenía más cabida. Sin embargo, al terminar el siglo XX, nos dimos cuenta de que la humanidad traspasó todos sus límites morales durante este periodo de tiempo por un exceso de inocencia y por la falsa creencia de que estaba bien hacer el mal si esto derivara en un bien.
Con lo anterior, las potencias mundiales justificaron todos sus actos atroces contra la humanidad. Estados Unidos, por ejemplo, lanzó dos bombas nucleares en Japón, arrojó agente naranja (armas químicas) contra la población civil en la guerra de Vietnam, derrocó gobiernos elegidos democráticamente en América Latina para imponer dictadores, entre otras acciones. La Unión Soviética, por su lado, sometió a una hambruna al pueblo ucraniano, intervino militarmente Afganistán, estableció regímenes autoritarios en Europa del Este, entre otras cosas. Estas conmociones antropológicas acaecidas en un corto periodo de tiempo y con un impacto sin precedente para toda la existencia de la humanidad, como fueron las bombas nucleares, llevaron a que los líderes políticos acordaran unos mínimos para garantizar la supervivencia de los seres humanos.
Así pues, los Convenios de Ginebra surgieron para limitar la barbarie de la guerra y garantizarle los derechos a la población civil, como a los combatientes en los conflictos bélicos. De igual manera, se creó una estructura de acuerdos para prevenir la propagación de las armas nucleares y fomentar la cooperación en los usos pacíficos de la energía nuclear y promover el objetivo del completo desarme nuclear, motivos que animaron la firma del Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares (TNP) en 1968. Este compromiso de reducir las armas nucleares sin duda alguna ha sido una tarea de suma importancia para la existencia misma de la humanidad. Sin embargo, las potencias occidentales y su lógica hegemónica para mantener su supremacía en el mundo han sobrepasado estos acuerdos. Un ejemplo de lo anterior fue el suministro del arma nuclear a tres países no miembros del TNP: Israel, Pakistán e India, desequilibrando así la seguridad en esta zona del mundo.
Además, hoy vemos con tristeza como de nuevo Estados Unidos hace movimientos para que la Junta de la Organización Internacional de Energía Atómica (OIEA), aplique el artículo 14 del Acuerdo de Salvaguardas con el propósito de hacer una excepción para que Australia pueda acceder a submarinos con propulsión nuclear y armamento convencional. Ahora, si bien bajo esta salvaguarda la OIEA garantiza que los materiales e instalaciones nucleares y otras partidas específicas no se utilicen para la fabricación de armas nucleares o de modo que contribuyan a fines militares, este movimiento sí rompería con el equilibrio existente entre los países del Pacífico Sur, los cuales en 1985 bajo el Tratado de Rarotonga, establecieron la Zona Libre de Armas Nucleares de Pacífico Sur, y en el cual Australia hace parte de este.
Con esto, entonces, los países de la región y otros miembros de la Junta de la OIEA han esgrimido diferentes perspectivas y preocupaciones sobre el acuerdo AUKUS que implican cuestiones políticas, de seguridad, legal y técnicas complicadas, ya que este tipo de prerrogativas en una zona geopolíticamente tensa allana el camino para que la desconfianza reine y se establezcan nuevas estrategias para no sentirse vulnerable en un futuro, entrando así a un dilema de seguridad.
Esperemos que Rafael Mariano Grossi, secretario de la OIEA, cumpla con los estatutos de la organización y el mandato de los Estados miembros, y no se deje influir por las presiones de Estados Unidos y los otros miembros de la alianza militar que consideran que las reglas de la OIEA son prescindibles. Asimismo, es imperioso, ante la omisión de este asunto en la prensa occidental y el intento por avanzar la propuesta de Washington de manera clandestina, que los Estados se unan cada vez más para hacer que este proceso se dé en un debate abierto, intergubernamental, inclusivo y transparente.
Como decía el poeta británico Philip Larkin: “No más semejante inocencia” para caer de nuevo en discursos que justifican la guerra. No es momento para que la humanidad recaiga de nuevo en su crueldad, y si llegásemos hasta esta coyuntura todos deberíamos ser juzgados por igual por permitir ese desencadenamiento.